-Abuelita, abuelita, que orejas tan grandes tienes.
-Caperucita, caperucita, son de la clínica estética del doctor Pujol.
Así es, las tradiciones a este lado del trópico de Cáncer están “plastificadas”. Ante el parón vomitivo que hace que Hollywood queme los clichés de viejas producciones, y operación triunfo que hubiera relegado al propio Michael Jackson a la sala “el montacargas”. Poco queda por celebrar, donde los niños Jesús no son adorados, si no dorados en la mesa de rayos uva.
Lo absurdo se torna norma y lo anormal en protagonistas. Son las mismas pesadillas de Goya transformados en viandantes y ciudadanos.
Seis millones de turistas en Madrid, ¿para ver qué? ¿La pocilga iracunda que se han vuelto las calles por la falta de cuidado, o para deglutir los sucedáneos en las franquicias del todo rápido? Llegan tarde, solo van a ver tirada en una esquina la cesta de caperucita. Pero tienen suerte, jamás añorarán el olor de las churrerías, el chirriar del tranvía, la verbena de la Paloma o el glamour de aquella Gran Vía. Ni el ser atendido en un Galerías Preciados, ni en Celso García, ni en una casa Paco o la quinta del Sordo, sin audífono ya y sin tronar los platos.
No hay atajos
En la vida no hay nada cómodo, ni rápido, ni fácil. No han engañado con que todos somos un tal Arturo, que la espada excalibur es nuestra. Y mientras servimos al cuento no nos quejamos, tiramos una y mil veces de la espada, (las cosas me irán bien, tendré un aumento, me tocará la primitiva)
Pero la solución es fácil. Desprenderse de ese título nobiliario, arrojar el dorado e invisible blasón a la papelera; lo mismo que hizo caperucita. Y ya desprovistos de título, de deberes y obligaciones de un reino que habita en la memoria colectiva de Sancho, la vida se torna más llevadera.
La felicidad ocupa el lugar del deseo, la sonrisa el de la desazón. Ya no llevamos todos los décimos, ya que el premio somos nosotros. Da igual que esta ciudad esté sucia, porque nuestros pies flotan sobre ella. Y en el tiempo que nos quede, utiliza el transporte privado de tu inteligencia.
Que no te metan en sucios vagones, donde el traqueteo te despista y te conviertes en mendigo. Bájate en la próxima, o si no puedes en la siguiente. Al menos se consciente, que en la máquina de tu vida, no hay ninguna conductora al mundo feliz, llamada Caperucita.
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