Lo confieso, mis primeros recuerdos de la iglesia no son muy buenos. Un personaje de esta congregación me pegaba y limitaba mi libertad. Solo recuerdo llantos y un desprecio de los demás compañeros hacia mi persona. Es cierto, sé lo que es que te discriminen por tu sexo, sin que nada puedas hacer por el mero hecho de nacer. Qué mala “es” la iglesia.
Contexto de entonces.
Corrían los años 70, yo aproximadamente tenía unos 4 años, y junto mi primo de la misma edad y otro niño, fuimos los pioneros en ser los primeros niños que entraban hasta entonces en un colegio religioso femenino. La malvada iglesia decidió por aquellos lejanos años, que los colegios femeninos empezaran a acoger a los 2 sexos.
Mi visión era la de un niño pequeño, pero también habría que tener en cuenta a esas niñas, que veían como tres niños entraban en su mundo. No te dejaban jugar, se burlaban, lo que hace cualquier niño cuando aparecen forasteros algo distintos. Ahora este comportamiento lo vemos en la sociedad infantilizada, en la que si no juegas en su patio, el “feo” que te gritaban las niñas se torna en “fascista, racista o patriarcado”. Otro patio, las mismas reglas.
Y la severa monja que me pegaba capones, era porque yo simplemente no obedecía, quería jugar en aquel maravilloso patio repleto de columpios, y por no aguardar la fila corría escaleras abajo para salir el primero. En una de esas rodé escalones abajo, pero cuando eres pequeño no te haces daño, te pones en pie y sigues corriendo. La monja me preguntó si me había caído y yo por supuesto la dije que no. Ella intentó enseñarme lo que era la mentira y me dejó castigado sin patio, para un niño esa era la mujer más mala del mundo, ya sabes “los peligros de la iglesia”.
Medir a todos con el mismo patrón
Y no es que en la Iglesia sean todos malos, ni todos santos, si no que siempre los malos hacen más ruido que las buenas personas. El escándalo tapa el silencio y con ello la buena obra no solo de la iglesia, si no de cualquier colectivo de la sociedad.
Como decía Santa Teresa de Jesús, la verdad padece, pero no perece. O como aquella frase de San Mateo “Por sus obras les conoceréis”